miércoles, 1 de agosto de 2012

Vine a por pastillas y me dieron un chucho



-Vine a por pastillas y me dieron un chucho – rezongué nada más salir de la consulta del psicólogo convencida de que más me valdría ir al psiquiatra, pues tal vez ese matasanos me podría proporcionar mis tan queridos antidepresivos – Y la muy zorra tiene la santa cara de ponérmelo en una receta.
Mi hermana al ver la prescripción se echó a reír, pues en efecto dicho papelillo, con la poca claridad que podía disponer la letra de un médico, rezaba “Un perrito, raza, color y sexo al gusto”.
Llena de furia monté en el coche de mi hermana, y con la misma desazón seguí todo el camino hasta mi casa sin abrir la boca y con el ceño fruncido. Esto era lo que pasaba por ir al psicólogo de la seguridad social. Cuánto de menos echaba a mi viejito, ese sí que era un buen doctor, uno de los de la antigua escuela, esos que te dan la pastillita y te mandan con una cachetada para casa “¡Ale! y ahora a ser feliz”, todo lo contrario que esa nueva doctora, estos jóvenes… ¿Qué carajo les ensañaban en las universidades?
-Para mí, es muy fácil darte unas pastillas y mandarte para casa – Me había dicho la chavala – Pero me gusta preocuparme por mis pacientes, así que probaremos una nueva terapia. ¿Sabes que muchas personas con depresión mejoran considerablemente cuando hacen terapias con animales?
Y bueno, el resto ya queda dicho. Pero una lo que quería era seguir enganchada a la placentera neblina que la envolvía al tomar aquella droga, lo demás carecía de importancia.
-¿Seguro que estás bien, Carla? – preguntó mi hermana antes de que pudiese bajar del coche.
- Sí – y con eso salí del auto para encerrarme en mi casa, envuelta por los muchos recuerdos de lo que formaba ya parte del pasado.
¿Cómo puede sustituir un chucho a toda una vida? Cogí el portarretratos y comencé a llorar de nuevo, mis niños… no existe mayor dolor para una madre que ver como sus hijos mueren en sus brazos, es una herida tan grande que insensibiliza cualquier otra desgracia, ni cuando mi matrimonio empezó a ir mal y desembocó en un durísimo divorcio. No sentí absolutamente nada, los gritos sólo eran ecos sordos y ya nada podía herirme, tanto, que tampoco sabía diferenciar cuando yo hacía daño a los demás.
Al final me quedé sola, sin hijos, sin marido y sin trabajo, aguantando a duras penas la casa y con una depresión de caballo… ¡Y la muy puta me quitaba las pastillas! ¡Por mis cojones que no me quedaría sin ellas!
Sin más, dejé el portarretratos donde estaba y salí de casa como alma que lleva el diablo, creo que hice mi mejor tiempo de llegada a la farmacia y fue entonces cuando venía lo más difícil, sobornar al personal.
-“Que no me toque la amargada menopáusica, que no me toque por Dios”- Pensaba para mí con los dedos cruzados como si fuera una niña de diez años – “¡Mierda!” – Pues sí me había tocado.
-Dime Carla
-Nada, lo de siempre.
-Tarjeta.
-Se me olvidó en casa.
- Sin la tarjeta no puedo acceder al servidor y por tanto no hay pastillas
-“Será…”-Maldecía para mis adentros, pero saqué la tarjeta, esperanzada de que mi viejito me dejara alguna caja en reserva.
-Lo siento, no tienes nada.
-Tú dámelas igual, no me importa el descuento.
-Carla, no deberías jugar con esas pastillas, y menos sin receta médica.
-“Ahora esta borde de mierda se preocupa por mí, ¡por favor!” – Pensé y la furia del pensamiento se transmitió en las palabras que le referí -  A ti no te importa lo que haga o deje de hacer con mi vida. ¿Qué más te dará? ¿Acaso no estáis para vender? Pues yo quiero comprar.
-Hermanita, mírate, pareces una yonki.
-“Bueno, lo que me faltaba. ¿Qué cojones hará esta aquí?” – Pensé mientras me viraba para encontrarme con mi hermana sonriente – Joder, deja de acosarme. ¿Cuánto tiempo hace que me dejaste en casa…? ¿Cinco minutos?
- Cuarenta y dos para ser exactos, y no te preocupes por la medicación, que ya me encargué yo de ella.
-¡En serio! Tú si que me quieres herman… - Y la frase se me atascó en la garganta pues lo que sacó del bolso no era pequeño y cuadrado, sino pequeño y peludo. -¡Qué coño es eso! – Vociferé.
- Lo que te recetó la doctora. – Y junto a ella comenzó a reír la farmacéutica, que salió del mostrador para acosar al pobre animal.
- ¡Oh! Que animalito tan mono… - La menopáusica atacaba implacable.
- Animalita, querrás decir, es una chica. – La corrigió mi hermana. – ¡Ey! ¿Y tú a dónde te crees que vas?
Mi maniobra evasiva fue destruida sin llegar a pasar el marco de la puerta.
-Si no me venden la droga tendré que marcharme a otro establecimiento en el que sea más fácil sobornar al personal.
-No seas tan cascarrabias mujer – Me atajó mi hermana.- Pretendes quedarte toda la vida dependiendo de unas pastillas sin intentar nada.
- ¿Qué vida me queda ahora? ¡Eh! Dime… - Mis ojos comenzaron a picarme y el nudo en la garganta apenas me dejaba respirar, pero aún así conseguí tragármelo – Lo único que sé es que esta noche no conseguiré dormir, no conseguiré descansar pues este maldito dolor me está comiendo por dentro. Sólo quiero las pastillas para desconectarme por unas horas y olvidar, por favor, compréndeme…
No sé si olvidé o no, pero desde luego no calcé sueño en toda la noche, el animalito debía de echar de menos su jaula de la tienda porque no paró de dar la lata ni un minuto. Sí, sin saber cómo, mi hermana consiguió encasquetarme al bicho sin que pudiese oponer resistencia. Era un ser peludo y negro, que cogía en la palma de mi mano. Pero que aun siendo tan diminuto pegaba unas voces que ponían los pelos de punta.
Sea como fuere, aquella noche la tristeza dio paso al deseo de dar muerte a todo lo que se me pusiera por delante, de igual modo le siguieron los días, el perro no sólo me dejaba en vela por las noches sino que me dejaba la casa llena de mierda durante el día. ¿Cómo era posible que un ser tan insignificante pudiera echar semejante mundo por su trasero? Eso sí que era un fenómeno paranormal digno de estudio.
Además, el bicho había aprendido a usar su propia mierda como arma. Dos semanas después del “regalito”, ella, que era más dueña de la casa que yo, se puso a dar la lata al pobre fontanero que me había venido a arreglar una vía de agua en la cocina. Sus ladridos eran agudos y los usaba siempre que tenía oportunidad, aunque aquella vez no parecían surtir el efecto deseado. Rabiosa estuvo toda la mañana husmeando por la cocina dando voces y saltando como una histérica.
-¡Señora! ¿Podría venir un momento aquí? – Me llamó al fin el pobre hombre.
Me apresuré  feliz a ir pues, aguardaba que hubiese terminado con la faena ya que me urgía salir a hacer unos recados. Nada más entrar en la cocina me encontré con el pastel y el terrible olor que lo acompañaba. La muy cabrona le había cagado en medio de las herramientas. Con la cara roja llena de vergüenza y de rabia me dispuse a limpiarlo, y por no quedar mal a darle una suculenta propina por las molestias, el hombre salió “cagando” leches, nunca mejor dicho, y muy bien no debió terminar el asunto, pues aún a día de hoy tengo problemas con la dichosa cañería.
Muchos días tardé en intentar educarla correctamente. Le compré un recipiente con arena para que hiciera sus cosas, más cuanto más le intentaba enseñar y cuanto más le increpaba, más me las hacía. Al final siempre me tiraba con toda la arena al suelo para terminar cagando en mi cuarto.
No consigo contar la infinidad de pares de chanclas y zapatillas que tuve que echar a la basura, y las muchas veces que tuve que correr detrás de ella por toda la casa como una estúpida. O la de veces que he madrugado sacándola a hacer sus cosas para que luego las terminara haciendo nada más entrar por la puerta al regreso. Por no hablar de su exquisito paladar que no te admitía el pienso, la comida revenida o la misma comida dos días seguidos.
Llegué a tener la casa tan asquerosa que parecía la piara de un cerdo.
En uno de esos días de intensa limpieza conmigo ordenando y la perra ensuciando, en un cajón la encontré. Era una caja de mis antiguos antidepresivos. No recordaba cómo es que habían quedado allí, y cómo no me habían pasado por la cabeza en mis momentos de mono, pero allí estaban. En aquel momento de debilidad, mi antigua vida me vino a la cabeza, los rostros de mis hijos desangrándose en medio de los hierros del coche, y una yo intentando liberarlos desesperadamente. Una Carla que a pesar de haber sido quien pisó el acelerador estaba ilesa mientras que al fruto de su vientre se le iba la vida. Recordando los bellos rizos dorados de mi pequeño Tomás teñidos de carmesí, las lágrimas desbordaron mi rostro descontroladas
-Mami, me duele, me duele mucho.
Me dejé deslizar por la pared, hasta que quedé con el cuerpo tendido en el suelo quebrado de dolor. ¿Era posible que lo hubiese olvidado? Lo había despistado quizás, limpiando tanta mierda del condenado chucho, pero olvidar jamás.
En un impulso cogí la caja de pastillas, me metí un puñado en la boca y la niebla volvió más tupida que nunca curando mi dolor, la niebla se extendía tapando la tristeza y llevándome hacia el más oscuro abismo.

Sentí algo suave y mojado en la cara antes de que unas voces comenzaran a gritar a lo lejos, eran las de mi hermana acompañadas de muchas más.
-¡Carla, Carla!
Abrí un poco los ojos y allí estaba ella, la perrita lamiéndome la cara y ladrando como una posesa, con su diminuta lengua secaba las lágrimas que me caían por el rostro.
No recuerdo más de aquel día, lo que sé me lo contaron después mi hermana, mi cuñado y mis vecinos. La perrita salió de mi casa como una loca por la puerta de atrás, la que da al jardín, y corrió por toda la vecindad ladrando como una posesa.
-Me cogió de la falda y comenzó a tirar de ella con una fuerza… – Me contó mi vecina Asunción, una señora ya entrada en años – Esto no te puede ser nada bueno, pensé.
El caso es que la siguieron y me encontraron tirada en el suelo con la caja de pastillas en la mano, y en seguida llamaron a mi hermana que vive a unas pocas calles de mi casa y a una ambulancia.

-¡Perla! – La llamo y ahí me viene obediente, sí, se llama Perla, ¿bonito nombre verdad? Se lo puso mi hermana el mismo día que me la trajo hace ya más de un año, y en cierta medida ella es una perla, una piedra preciosa de gran valor, porque ella me ha salvado no sólo la vida, sino en todos los aspectos en los que se puede salvar a una persona.
Venimos muy a menudo por el cementerio a traerle flores a mis niños, el pequeño Tomás y la hermosa Laura. Todavía me sigue atormentando la culpabilidad. Bien es cierto que el que se salió del carril fue el coche que venía en dirección contraria, pero si no hubiese ido tan rápido… En fin, es un fantasma que siempre llevaré en mi alma, pero al menos ahora no estoy sola.
-¡Carla! – Escucho a lo lejos.
Es Alberto que viene con Puppy, su pastor alemán.  De como conocí a Alberto, bueno, eso es otra historia, para que no se diga que sacar al chucho de casa no trae también su recompensa.

1 comentario:

  1. Ya era un fan tuyo antes, ahora te voy a leer aun con mas ganas.
    Enhorabuena Susi, no cambies nunca... nunca jamás.

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