miércoles, 15 de agosto de 2012

Las nubes nacen de los árboles

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Inhalo la humedad del aire y esta me trae ecos del pasado aunque lo único que recuerde de mi infancia sean los cielos nublados y a Lucía. Poco más había entre aquellas paredes de hormigón que nos encerraban, más allá el humo de las fábricas y el olor a asfalto. Muy lejos queda eso ya y ahora más que nunca, metida en este diminuto establecimiento de pueblo con olor a libro, siento aquello como parte de un sueño muy alejado de la realidad pero que existió y forma parte de mi vida, tanto como la pluma que ahora sujeto entre mis manos.

No había conocido otra cosa hasta que logré salir de allá muchos años después, a veces pensaba que yo misma había sido engendrada por cemento a pesar de que el cuerpo se me quebraba con cada paliza. Palizas de las monjas, palizas de mis compañeras. Cuando las llegas a confundir con caricias, tu cuerpo ya es de titanio y apenas siente tan siquiera humillación.

Cuando Lucía llegó al orfanato yo tenía 12 años, era una época convulsa, aunque había conseguido muchos logros. Ahora era yo quien daba las palizas y quien ordenaba robarle el tabaco que la madre superiora guardaba en su despacho para pelearnos luego a escondidas por cada cigarrillo. Lucía era un ser pequeño y diminuto, frágil como las semillitas de un diente de león, pero aún así la saludé con un buen ostiazo que la mandó a la enfermería con la nariz rota. Fue mi manera de decirle quién mandaba allí. Más aquella niña flacucha, en vez de temerme, comenzó a seguirme a todos los lados y a cada paliza que le daba, ella más se arrimaba. No supe cómo pasó pero sin darme cuenta se había convertido en la única amiga que yo había tenido en la vida.

-Es mentira – dijo un día, estábamos acostadas en la tierra que conformaba el pequeño patio del orfanato dónde las niñas teníamos un pequeño rincón para jugar y hacer las clases de gimnasia. Su rostro estaba tan serio que por primera vez desde que la había conocido tuve la impresión que dentro de ella habitaba algo más que un espíritu débil y asustadizo, era el rostro de quien está totalmente seguro de algo.

-¿Lo qué? – pregunté yo sin apartar el rostro de ella, la cual oteaba el cielo como si fuese lo último que fuera a ver en su vida.

-Lo que dicen las monjas.

- ¿Pero lo qué?

-Las nubes no nacen del cielo.

- ¡Anda ya! Eres una trolera. Está claro que las nubes las crea Dios, y por tanto nacen del cielo – dije alzándome y tirándole pequeñas piedrecitas sin conseguir que se inmutara lo más mínimo.

-Las nubes nacen de los árboles – Su voz emergió tan tajante, que no tuve para mí más que creerla.
Su cuerpecito extendido en la tierra, inmutable al viento que comenzaba a soplar con fuerza y a las gotas que mojaban el polvo convirtiéndolo en barro.

-¿Cómo sabes tú eso? – Mis palabras rebotaron en el aire como si lo que ella me estuviera contando fuera la revelación de un secreto de orden universal.

-Porque las miraba de pequeña, allá en el bosque, las miraba elevarse desde los árboles.
Nada le pude rebatir pues jamás había visto un árbol, a no ser el esquelético pino que utilizábamos en la Natividad para aparentar un poco de felicidad. Y allí nos quedamos las dos viendo el cielo gris escupiéndonos en la cara y tuve para mí que no había visto nada más hermoso en mi vida, imaginando como podía aquello surgir de una planta.

Lo recuerdo y un nudo me atraganta, pero aguanto, mis lectores comienzan a entrar por la puerta de la pequeña librería, es un pueblo con pocos habitantes pero la firma parece tener éxito, sin percatarme estampo mi nombre en cada ejemplar con una sonrisa en la boca y un brillo de desconexión en mis ojos que añoran aquel recuerdo una y otra vez.

-Las nubes nacen de los árboles – Y con la melodía de las palabras comienza a llover. A pesar de los años noto el mismo olor, el mismo aura. Levanto la vista y no me equivoco, es ella que me sonríe desde el otro lado de la mesa, ella que sujeta mi libro entre sus manos. –No podías escoger mejor título para un libro, querida amiga.

Firmé en su piel con la tinta de un abrazo, y ambas envueltas entre las sorprendidas miradas de los allí presentes, nos reencontramos con nosotras mismas y con lo bueno de aquel triste pasado que nos había tocado vivir.

Cuando escapé del orfanato con 17 años, Lucía ya se había ido mucho tiempo atrás. Me aventuré a encontrarla sin éxito buscando los árboles de los que tanto me había hablado, los árboles con sus bebés las nubes. Y fue un día de febrero diez años después cuando la presentación de mi primer libro me llevo hasta Galicia y fue allí dónde lo vi. Sí, allí en medio del bosque, pequeños hilillos blancos se alzaban hacia un cielo ennegrecido, como recién salidos de un parto. Era algo mágico.

Fue esa magia la que me despertó el impulso de escribir Las nubes nacen de los árboles, la misma que hace que hoy, abrazadas Lucia y yo en ese mismo pueblo perdido de Galicia, veamos desde el escaparate como las nubes nacen una vez más de los árboles.

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