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Inhalo la humedad del aire y esta me trae ecos del pasado aunque lo único que recuerde de mi infancia sean los cielos nublados y a Lucía. Poco más había entre aquellas paredes de hormigón que nos encerraban, más allá el humo de las fábricas y el olor a asfalto. Muy lejos queda eso ya y ahora más que nunca, metida en este diminuto establecimiento de pueblo con olor a libro, siento aquello como parte de un sueño muy alejado de la realidad pero que existió y forma parte de mi vida, tanto como la pluma que ahora sujeto entre mis manos.
No había conocido otra cosa hasta que logré salir de allá
muchos años después, a veces pensaba que yo misma había sido engendrada por
cemento a pesar de que el cuerpo se me quebraba con cada paliza. Palizas de las
monjas, palizas de mis compañeras. Cuando las llegas a confundir con caricias,
tu cuerpo ya es de titanio y apenas siente tan siquiera humillación.
Cuando Lucía llegó al orfanato yo tenía 12 años, era una
época convulsa, aunque había conseguido muchos logros. Ahora era yo quien daba
las palizas y quien ordenaba robarle el tabaco que la madre superiora guardaba
en su despacho para pelearnos luego a escondidas por cada cigarrillo. Lucía era
un ser pequeño y diminuto, frágil como las semillitas de un diente de león,
pero aún así la saludé con un buen ostiazo que la mandó a la enfermería con la
nariz rota. Fue mi manera de decirle quién mandaba allí. Más aquella niña
flacucha, en vez de temerme, comenzó a seguirme a todos los lados y a cada
paliza que le daba, ella más se arrimaba. No supe cómo pasó pero sin darme
cuenta se había convertido en la única amiga que yo había tenido en la vida.
-Es mentira – dijo un día, estábamos acostadas en la tierra
que conformaba el pequeño patio del orfanato dónde las niñas teníamos un
pequeño rincón para jugar y hacer las clases de gimnasia. Su rostro estaba tan
serio que por primera vez desde que la había conocido tuve la impresión que
dentro de ella habitaba algo más que un espíritu débil y asustadizo, era el rostro
de quien está totalmente seguro de algo.
-¿Lo qué? – pregunté yo sin apartar el rostro de ella, la
cual oteaba el cielo como si fuese lo último que fuera a ver en su vida.
-Lo que dicen las monjas.
- ¿Pero lo qué?
-Las nubes no nacen del cielo.
- ¡Anda ya! Eres una trolera. Está claro que las nubes las
crea Dios, y por tanto nacen del cielo – dije alzándome y tirándole pequeñas
piedrecitas sin conseguir que se inmutara lo más mínimo.
-Las nubes nacen de los árboles – Su voz emergió tan tajante,
que no tuve para mí más que creerla.
Su cuerpecito extendido en la tierra, inmutable al viento que
comenzaba a soplar con fuerza y a las gotas que mojaban el polvo convirtiéndolo
en barro.
-¿Cómo sabes tú eso? – Mis palabras rebotaron en el aire como
si lo que ella me estuviera contando fuera la revelación de un secreto de orden
universal.
-Porque las miraba de pequeña, allá en el bosque, las miraba
elevarse desde los árboles.
Nada le pude rebatir pues jamás había visto un árbol, a no
ser el esquelético pino que utilizábamos en la Natividad para aparentar un poco
de felicidad. Y allí nos quedamos las dos viendo el cielo gris escupiéndonos en
la cara y tuve para mí que no había visto nada más hermoso en mi vida,
imaginando como podía aquello surgir de una planta.
Lo recuerdo y un nudo me atraganta, pero aguanto, mis
lectores comienzan a entrar por la puerta de la pequeña librería, es un pueblo
con pocos habitantes pero la firma parece tener éxito, sin percatarme estampo
mi nombre en cada ejemplar con una sonrisa en la boca y un brillo de
desconexión en mis ojos que añoran aquel recuerdo una y otra vez.
-Las nubes nacen de los árboles – Y con la melodía de las
palabras comienza a llover. A pesar de los años noto el mismo olor, el mismo
aura. Levanto la vista y no me equivoco, es ella que me sonríe desde el otro
lado de la mesa, ella que sujeta mi libro entre sus manos. –No podías escoger
mejor título para un libro, querida amiga.
Firmé en su piel con la tinta de un abrazo, y ambas envueltas
entre las sorprendidas miradas de los allí presentes, nos reencontramos con
nosotras mismas y con lo bueno de aquel triste pasado que nos había tocado
vivir.
Cuando escapé del orfanato con 17 años, Lucía ya se había ido
mucho tiempo atrás. Me aventuré a encontrarla sin éxito buscando los árboles de
los que tanto me había hablado, los árboles con sus bebés las nubes. Y fue un
día de febrero diez años después cuando la presentación de mi primer libro me
llevo hasta Galicia y fue allí dónde lo vi. Sí, allí en medio del bosque,
pequeños hilillos blancos se alzaban hacia un cielo ennegrecido, como recién
salidos de un parto. Era algo mágico.
Fue esa magia la que me despertó el impulso de escribir Las nubes nacen de los árboles, la misma
que hace que hoy, abrazadas Lucia y yo en ese mismo pueblo perdido de Galicia,
veamos desde el escaparate como las nubes nacen una vez más de los árboles.
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