lunes, 11 de junio de 2012

Un sueño de palabras


Las lágrimas resbalaban inquietas por mis mejillas y el dolor era tan inmenso que apretaba mi pecho con fuerza.
Hallábanse mis manos fuera de sí y el temblor se contagiaba al resto de mis miembros, no sabía si era la impotencia del llanto derramándose en un silencio ensordecedor de estertores o la certeza de que jamás mi sueño sería alcanzado.
Una a una fui recogiendo las hojas dispersas por el suelo apiñándolas cerca de mi pecho en un intento desesperado porque no perecieran en el olvido. La tinta del bote se había derramado por el piso tiñéndolo de negro manchando más allá de mi dolor.
Cogí yo la pluma de mi padre, que aún sonaba amenazante entre sus puños antes de golpear mi rostro y destrozar mis sueños. Entre mis manos manchadas de lágrimas azabaches, aquello parecía una espada infernal. Con fuerza la tiré contra el suelo en un intento desesperado por deshacerme de esta maldición que desde siempre me había acompañado, maldita estaba yo por las palabras.
Fue entonces cuando reparé en el viejo arcón que había pertenecido a mi hermano muerto en batalla, que mi progenitor, Don Alberto Pérez de Andrade, atesoraba como una venganza contra el cruel destino que se lo había arrebatado.
La idea fluyó en un impulso ensordecedor.
Me quité con fiereza la ropa y la tiré al suelo con violencia, cogí yo la saya blanca y rompiéndola en jirones la fui enrollando a mis senos desnudos apretando hasta quedarme sin aliento, acomodé a mi cuerpo los bombachos con las calzas, camisa y botas propiedad de mi hermano. Agarré yo la espada con decisión y sin vacilar amputé mi cabello enrollado en una larga trenza dejándolo a la altura de los hombros sujetándolo luego con un lazo de seda negra.
El chambergo de galones y plumas rojas me quedaba grande, pero eso ayudaba a tapar mis facciones de moza que yacían ya carentes de todo artificio embellecedor.
Huí de mi hogar y de mi patria como un vulgar bellaco, entregándome a la mentira de una identidad robada.
Tosté mi piel al sol para quitarle toda su delicadeza y estudié el arte de la espada para volver más fuerte mi cuerpo.
Y así, con coraza de varón conseguí la libertad para que mis palabras fueran conocidas por las gentes, escritos que jamás llevarán mi nombre, intentando olvidar día tras día mi esencia amputada de mujer, destinada por mandato divino a la cruel cárcel del hogar.


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