-Vine a por
pastillas y me dieron un chucho – rezongué nada más salir de la consulta del
psicólogo convencida de que más me valdría ir al psiquiatra, pues tal vez ese
matasanos me podría proporcionar mis tan queridos antidepresivos – Y la muy
zorra tiene la santa cara de ponérmelo en una receta.
Mi hermana al
ver la prescripción se echó a reír, pues en efecto dicho papelillo, con la poca
claridad que podía disponer la letra de un médico, rezaba “Un perrito, raza,
color y sexo al gusto”.
Llena de furia
monté en el coche de mi hermana, y con la misma desazón seguí todo el camino
hasta mi casa sin abrir la boca y con el ceño fruncido. Esto era lo que pasaba
por ir al psicólogo de la seguridad social. Cuánto de menos echaba a mi
viejito, ese sí que era un buen doctor, uno de los de la antigua escuela, esos
que te dan la pastillita y te mandan con una cachetada para casa “¡Ale! y ahora
a ser feliz”, todo lo contrario que esa nueva doctora, estos jóvenes… ¿Qué
carajo les ensañaban en las universidades?
-Para mí, es muy
fácil darte unas pastillas y mandarte para casa – Me había dicho la chavala –
Pero me gusta preocuparme por mis pacientes, así que probaremos una nueva
terapia. ¿Sabes que muchas personas con depresión mejoran considerablemente
cuando hacen terapias con animales?
Y bueno, el
resto ya queda dicho. Pero una lo que quería era seguir enganchada a la
placentera neblina que la envolvía al tomar aquella droga, lo demás carecía de
importancia.
-¿Seguro que
estás bien, Carla? – preguntó mi hermana antes de que pudiese bajar del coche.
- Sí – y con eso
salí del auto para encerrarme en mi casa, envuelta por los muchos recuerdos de
lo que formaba ya parte del pasado.
¿Cómo puede
sustituir un chucho a toda una vida? Cogí el portarretratos y comencé a llorar
de nuevo, mis niños… no existe mayor dolor para una madre que ver como sus
hijos mueren en sus brazos, es una herida tan grande que insensibiliza
cualquier otra desgracia, ni cuando mi matrimonio empezó a ir mal y desembocó
en un durísimo divorcio. No sentí absolutamente nada, los gritos sólo eran ecos
sordos y ya nada podía herirme, tanto, que tampoco sabía diferenciar cuando yo
hacía daño a los demás.
Al final me quedé
sola, sin hijos, sin marido y sin trabajo, aguantando a duras penas la casa y
con una depresión de caballo… ¡Y la muy puta me quitaba las pastillas! ¡Por mis
cojones que no me quedaría sin ellas!
Sin más, dejé el
portarretratos donde estaba y salí de casa como alma que lleva el diablo, creo
que hice mi mejor tiempo de llegada a la farmacia y fue entonces cuando venía
lo más difícil, sobornar al personal.
-“Que no me
toque la amargada menopáusica, que no me toque por Dios”- Pensaba para mí con
los dedos cruzados como si fuera una niña de diez años – “¡Mierda!” – Pues sí
me había tocado.
-Dime Carla
-Nada, lo de
siempre.
-Tarjeta.
-Se me olvidó en
casa.
- Sin la tarjeta
no puedo acceder al servidor y por tanto no hay pastillas
-“Será…”-Maldecía
para mis adentros, pero saqué la tarjeta, esperanzada de que mi viejito me
dejara alguna caja en reserva.
-Lo siento, no
tienes nada.
-Tú dámelas
igual, no me importa el descuento.
-Carla, no
deberías jugar con esas pastillas, y menos sin receta médica.
-“Ahora esta borde
de mierda se preocupa por mí, ¡por favor!” – Pensé y la furia del pensamiento
se transmitió en las palabras que le referí - A ti no te importa lo que haga o deje de hacer
con mi vida. ¿Qué más te dará? ¿Acaso no estáis para vender? Pues yo quiero
comprar.
-Hermanita,
mírate, pareces una yonki.
-“Bueno, lo que
me faltaba. ¿Qué cojones hará esta aquí?” – Pensé mientras me viraba para
encontrarme con mi hermana sonriente – Joder, deja de acosarme. ¿Cuánto tiempo
hace que me dejaste en casa…? ¿Cinco minutos?
- Cuarenta y dos
para ser exactos, y no te preocupes por la medicación, que ya me encargué yo de
ella.
-¡En serio! Tú
si que me quieres herman… - Y la frase se me atascó en la garganta pues lo que
sacó del bolso no era pequeño y cuadrado, sino pequeño y peludo. -¡Qué coño es
eso! – Vociferé.
- Lo que te
recetó la doctora. – Y junto a ella comenzó a reír la farmacéutica, que salió
del mostrador para acosar al pobre animal.
- ¡Oh! Que
animalito tan mono… - La menopáusica atacaba implacable.
- Animalita,
querrás decir, es una chica. – La corrigió mi hermana. – ¡Ey! ¿Y tú a dónde te
crees que vas?
Mi maniobra
evasiva fue destruida sin llegar a pasar el marco de la puerta.
-Si no me venden
la droga tendré que marcharme a otro establecimiento en el que sea más fácil
sobornar al personal.
-No seas tan
cascarrabias mujer – Me atajó mi hermana.- Pretendes quedarte toda la vida dependiendo
de unas pastillas sin intentar nada.
- ¿Qué vida me
queda ahora? ¡Eh! Dime… - Mis ojos comenzaron a picarme y el nudo en la
garganta apenas me dejaba respirar, pero aún así conseguí tragármelo – Lo único
que sé es que esta noche no conseguiré dormir, no conseguiré descansar pues
este maldito dolor me está comiendo por dentro. Sólo quiero las pastillas para
desconectarme por unas horas y olvidar, por favor, compréndeme…
No sé si olvidé
o no, pero desde luego no calcé sueño en toda la noche, el animalito debía de
echar de menos su jaula de la tienda porque no paró de dar la lata ni un
minuto. Sí, sin saber cómo, mi hermana consiguió encasquetarme al bicho sin que
pudiese oponer resistencia. Era un ser peludo y negro, que cogía en la palma de
mi mano. Pero que aun siendo tan diminuto pegaba unas voces que ponían los
pelos de punta.
Sea como fuere,
aquella noche la tristeza dio paso al deseo de dar muerte a todo lo que se me
pusiera por delante, de igual modo le siguieron los días, el perro no sólo me
dejaba en vela por las noches sino que me dejaba la casa llena de mierda
durante el día. ¿Cómo era posible que un ser tan insignificante pudiera echar
semejante mundo por su trasero? Eso sí que era un fenómeno paranormal digno de
estudio.
Además, el bicho
había aprendido a usar su propia mierda como arma. Dos semanas después del
“regalito”, ella, que era más dueña de la casa que yo, se puso a dar la lata al
pobre fontanero que me había venido a arreglar una vía de agua en la cocina.
Sus ladridos eran agudos y los usaba siempre que tenía oportunidad, aunque
aquella vez no parecían surtir el efecto deseado. Rabiosa estuvo toda la mañana
husmeando por la cocina dando voces y saltando como una histérica.
-¡Señora!
¿Podría venir un momento aquí? – Me llamó al fin el pobre hombre.
Me apresuré feliz a ir pues, aguardaba que hubiese
terminado con la faena ya que me urgía salir a hacer unos recados. Nada más
entrar en la cocina me encontré con el pastel y el terrible olor que lo
acompañaba. La muy cabrona le había cagado en medio de las herramientas. Con la
cara roja llena de vergüenza y de rabia me dispuse a limpiarlo, y por no quedar
mal a darle una suculenta propina por las molestias, el hombre salió “cagando”
leches, nunca mejor dicho, y muy bien no debió terminar el asunto, pues aún a
día de hoy tengo problemas con la dichosa cañería.
Muchos días
tardé en intentar educarla correctamente. Le compré un recipiente con arena
para que hiciera sus cosas, más cuanto más le intentaba enseñar y cuanto más le
increpaba, más me las hacía. Al final siempre me tiraba con toda la arena al
suelo para terminar cagando en mi cuarto.
No consigo
contar la infinidad de pares de chanclas y zapatillas que tuve que echar a la
basura, y las muchas veces que tuve que correr detrás de ella por toda la casa
como una estúpida. O la de veces que he madrugado sacándola a hacer sus cosas
para que luego las terminara haciendo nada más entrar por la puerta al regreso.
Por no hablar de su exquisito paladar que no te admitía el pienso, la comida
revenida o la misma comida dos días seguidos.
Llegué a tener
la casa tan asquerosa que parecía la piara de un cerdo.
En uno de esos
días de intensa limpieza conmigo ordenando y la perra ensuciando, en un cajón
la encontré. Era una caja de mis antiguos antidepresivos. No recordaba cómo es
que habían quedado allí, y cómo no me habían pasado por la cabeza en mis
momentos de mono, pero allí estaban. En aquel momento de debilidad, mi antigua
vida me vino a la cabeza, los rostros de mis hijos desangrándose en medio de
los hierros del coche, y una yo intentando liberarlos desesperadamente. Una
Carla que a pesar de haber sido quien pisó el acelerador estaba ilesa mientras
que al fruto de su vientre se le iba la vida. Recordando los bellos rizos
dorados de mi pequeño Tomás teñidos de carmesí, las lágrimas desbordaron mi
rostro descontroladas
-Mami, me duele,
me duele mucho.
Me dejé deslizar
por la pared, hasta que quedé con el cuerpo tendido en el suelo quebrado de
dolor. ¿Era posible que lo hubiese olvidado? Lo había despistado quizás, limpiando
tanta mierda del condenado chucho, pero olvidar jamás.
En un impulso
cogí la caja de pastillas, me metí un puñado en la boca y la niebla volvió más
tupida que nunca curando mi dolor, la niebla se extendía tapando la tristeza y
llevándome hacia el más oscuro abismo.
Sentí algo suave
y mojado en la cara antes de que unas voces comenzaran a gritar a lo lejos,
eran las de mi hermana acompañadas de muchas más.
-¡Carla, Carla!
Abrí un poco los
ojos y allí estaba ella, la perrita lamiéndome la cara y ladrando como una
posesa, con su diminuta lengua secaba las lágrimas que me caían por el rostro.
No recuerdo más
de aquel día, lo que sé me lo contaron después mi hermana, mi cuñado y mis
vecinos. La perrita salió de mi casa como una loca por la puerta de atrás, la
que da al jardín, y corrió por toda la vecindad ladrando como una posesa.
-Me cogió de la
falda y comenzó a tirar de ella con una fuerza… – Me contó mi vecina Asunción,
una señora ya entrada en años – Esto no te puede ser nada bueno, pensé.
El caso es que
la siguieron y me encontraron tirada en el suelo con la caja de pastillas en la
mano, y en seguida llamaron a mi hermana que vive a unas pocas calles de mi casa
y a una ambulancia.
-¡Perla! – La
llamo y ahí me viene obediente, sí, se llama Perla, ¿bonito nombre verdad? Se
lo puso mi hermana el mismo día que me la trajo hace ya más de un año, y en
cierta medida ella es una perla, una piedra preciosa de gran valor, porque ella
me ha salvado no sólo la vida, sino en todos los aspectos en los que se puede
salvar a una persona.
Venimos muy a
menudo por el cementerio a traerle flores a mis niños, el pequeño Tomás y la
hermosa Laura. Todavía me sigue atormentando la culpabilidad. Bien es cierto
que el que se salió del carril fue el coche que venía en dirección contraria,
pero si no hubiese ido tan rápido… En fin, es un fantasma que siempre llevaré
en mi alma, pero al menos ahora no estoy sola.
-¡Carla! –
Escucho a lo lejos.
Es Alberto que
viene con Puppy, su pastor alemán. De
como conocí a Alberto, bueno, eso es otra historia, para que no se diga que
sacar al chucho de casa no trae también su recompensa.