lunes, 9 de julio de 2012

Gaijin

Sus celestes ojos fueron desmenuzando las enredaderas de la inconsciencia, para encontrarse con algodoncillos helados que caían del cielo dando la bienvenida a un nuevo día marcado por la oscuridad. Su piel pálida se confundía con el manto blanco que se extendía bajo su pequeño y débil cuerpo, enrollado en un delicado kimono de seda. Los suaves bordados de las flores de loto cayendo hacía un vacío de azabache infinito.

Alzó su mano temblorosa, y su débil aliento salió en pequeños hilillos de humo blanco, perdiéndose en la gélida brisa invernal. Levantó su cuerpo con esfuerzo, y al sentarse descubrió una larga enredadera de rubios tirabuzones resbalando por unos rosados pechos que sobresalían débilmente de la prenda. Se abrazó así misma en un intento desesperado de huir de un frío que lejos de abandonarla la acuchillaba con la fuerza de mil dagas.

El empapado obi la arrastraba hacia el suelo cada vez que intentaba mantenerse en pie, y sus miembros se hundían en el fangoso lecho blanquecino. Fue arrastrándose por el suelo mientras se desenvolvía a duras penas de la extensa tela y fue entonces cuando se dio cuenta de que lo que la empapaba era sangre.

El reguero carmesí se extendía conformando el camino que había trazado, se asustó, pero un impulso la obligaba a seguir, ante ella se extendía una colina no muy alta y un deseo de ver más allá. Se había convertido en una serpiente humana dejando su piel y su calor pegados a la tierra. Tras llegar a su destino, donde el viento azotaba con más fuerza, allí desde lo alto lo vio, el terror de la guerra derramándose a través del valle. Miles de personas amontonadas en un lecho de sangre, guerreros mezclados con mujeres y niños en una masa uniforme y tétrica. Toda la gente que la habían amado a pesar de sus diferencias, todos estaban muertos.

- ¡Eh! Tú, gaijin.

Gaijin, la palabra retumbó en sus oídos en un eco ensordecedor, porque ella no era más que eso, una gaijin, una sucia extranjera.

-Por fin te hemos encontrado.

Tres soldados con mirada de buitre comenzaron a rodearla, ella no hizo nada, quedó paralizada, no gritó, no dejó que ninguna lágrima resbalase por su rostro cuando comenzaron a manosear la herida que tenía en su vientre, aquella que la había teñido de muerte. Tampoco sintió dolor cuando la golpeaban y la insultaban, sólo un frío cada vez más helador.

- Mira, - Gritó uno de los soldados mientras le giraba bruscamente la cabeza para que viese mejor la masacre. – Tú los has asesinado, sucia extranjera, tú.

Allí, a las puertas de la muerte, la joven holandesa dejó de luchar por su vida, pues sabía que a pesar de todo ella nunca sería japonesa, no sentía el dolor de las torturas, ni el hálito de la muerte, sólo la angustia de que aquellos a quienes amaba estuviesen muertos por su culpa, porque ella no había sido más que una maldición, una asquerosa gaijin que había traído la muerte al único hogar que había conocido. No se percató cuando uno de los soldados cayó al suelo con un gran boquete en la cabeza, ni cuando los otros la tiraron en la nieve y comenzaron a gritar enrabietados, solo veía volar piedras sobre sus cabezas, era como si la tierra estuviese escupiendo sus entrañas al cielo. Pero el calor…, ese calor, sí se percató de a quién pertenecía

La llevaron en brazos como si de una diosa se tratara, los pocos que quedaban con vida habían huido a lo alto de la montaña, allí había un pequeño templo sintoísta regentado por tres monjes. Y allí estaban Akira, el hijo pequeño de la señora Tomoe, o Kenji, el maestro del dojo que estaba al lado de su casa, aunque le faltaba una oreja y perdía el conocimiento por momentos, con él algunos de sus aprendices lloraban en silencio con la mirada perdida en el horizonte. Había niños que temblaban con sus pies descalzos sobre la nieve preguntándose dónde estarían sus madres. Alguno de los pocos ancianos que había conseguido llegar hasta allá arriba se limitaba a cerrar los ojos sabiendo que sus hijos y sus nietos habían quedado allá abajo cubiertos por la fría capa de la muerte.

El corazón le dio un vuelco cuando volvió a sentir aquel calor de nuevo en su mano, era la señora Chika, la viuda que se había hecho cargo de ella cuando sus padres habían muerto, la persona que más amaba en el mundo, la única madre que había conocido. Varios de los supervivientes se acercaron, entre ellos Takeshi, su mejor amigo desde la infancia, que la miraba con ojos gelatinosos y dos surcos que rajaban su rostro evidenciando que no había podido aguantar el llanto, era la mirada más triste que jamás había visto.


-Yo destruí el pueblo porque soy una gaijin… - dijo la joven con un hilillo de voz.

-No mi niña – La acarició la señora Chika -  Japón está en guerra. Ha llegado la hora de que se abra al exterior pero muchos se niegan a hacerlo, se niegan a reconocer que la era de los Tokugawa ya ha terminado. – Fue entonces cuando no pudo aguantar más y sus lágrimas comenzaron a desbordar -  Tú no eres una gaijin, tú eres mi hija, siempre has sido mi preciosa hija.

Entre los brazos de la señora Chika, la joven cerró sus ojos para siempre sintiendo como su alma japonesa se desprendía del cuerpo para volar libremente con los espíritus del bosque sabiendo que allí, en aquel pueblo, siempre estaría su verdadero hogar.