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Y fue Jesús a Magdala con los suyos a visitar a unos viejos
amigos, y nada más llegar fue testigo de cómo los lugareños increpaban a una joven que permanecía en medio de la plaza de pie,
con los brazos extendidos a ambos lados y con la mirada elevada al firmamento.
Los lugareños, tanto hombres como mujeres, la insultaban y se burlaban de ella
riéndose y escupiéndole. Ella, mientras
tanto, seguía con la cabeza puesta en el cielo como si estuviese aguardando
algo. Uno de los lugareños, un joven corpulento, la empujó y la joven cayó al
suelo envuelta en gritos e imprecaciones dirigiéndose enfurecida hacia los que
allí estaban. Se levantó sacudiéndose el polvo de la túnica y del manto
mientras la multitud seguía rodeándola con sus insultos.
Y Jesús preguntó, con los ojos fijos en ella.
-Se llama María,- dijo uno de los amigos que
había acudido a recibirlos al camino. – Esa pobre muchacha lleva desde hace
tiempo poseída por demonios. Vaga por la ciudad y los campos increpando al
cielo con los brazos en alto, cuando la intentan coger chilla como un animal enfurecido.
Ha entrado varias veces en la sinagoga e intentado coger los textos sagrados increpando a los rabís que dicen, asustados y temerosos, que está
poseída por hasta siete demonios. Cada vez que intentan castigarla ella
desaparece durante unos días hasta que vuelve a las andadas otra vez.
La muchacha, de nuevo en pie, quiso volver a alzar su rostro
al cielo pero una piedra le impactó contra la cabeza volviéndola a doblegar. Su manto cayó a la tierra del camino descubriendo su larga melena oscura y
revuelta. De nuevo la mujer comenzó a chillar, se arrodilló y cogió su manto
para limpiarse la sangre que le caía por la nuca tiñendo sus ropajes. Fue
entonces cuando sus ojos se toparon con la intensa mirada que le dedicaba
Jesús entonces ella, sobrecogida por el espíritu del Maestro, salió corriendo con el manto ensangrentado entre sus
manos.
Durante los días que estuvo Jesús en Magdala aquella muchacha lo fue siguiendo entre las sombras, siempre que
el Maestro se giraba allí la encontraba observándole, su mirada lo recorría como
si estuviese sumida en un profundo estudio y su rostro, anhelante, se escondía
cada vez que él la sorprendía.
Un día, mientras oteaba los campos de olivos, Jesús la
encontró en la misma postura que aquel primer día que la viera, con la cabeza
viendo el cielo y lo brazos extendidos.
Se acercó a ella y le preguntó.
-Hablar con tu Padre, - Le contestó ella
- ¿Con mi padre? – Le respondió él con otra pregunta.
-¿No dices que eres el hijo de Dios? Pues con Él intento
hablar. – Le respondió ella
-De momento nada. – Dijo ella sin dejar su postura. – Como
ya te habrán dicho, he ido a la sinagoga para poder leer su palabra pero los
hombres que hay allí me echaron, a sí que busco a Dios donde puedo.
-¿Y qué quieres de él? – Le preguntó Jesús.
-Conocimiento. - Le respondió ella que deshizo su postura y
mirándole fijamente le dijo. - Si eres
el hijo de Dios dime ¿por qué las mujeres no podemos saber?
-¿Quieres saber? - Le preguntó Jesús.
-Entonces sígueme y yo te enseñaré.
María quedó intrigada, pues era el primer hombre que le
ofrecía el conocimiento que tanto ansiaba. ¿Será de verdad el hijo de Dios? Se preguntó y mirándolo
fijamente una vez más, intentando otear la verdad de sus palabras, se enfundó apretando
el manto contra su cabellera y se alejó caminando de allí.
Unos días después, cuando Jesús y los suyos se disponían a emprender el
camino hacia Galilea aquella extraña joven de nombre María se postró
ante él y en un susurro le dijo.
-Llévame contigo hijo de Dios y muéstrame el conocimiento del mundo.