Las lágrimas resbalaban inquietas
por mis mejillas y el dolor era tan inmenso que apretaba mi pecho con fuerza.
Hallábanse mis manos fuera de sí
y el temblor se contagiaba al resto de mis miembros, no sabía si era la impotencia
del llanto derramándose en un silencio ensordecedor de estertores o la certeza
de que jamás mi sueño sería alcanzado.
Una a una fui recogiendo las
hojas dispersas por el suelo apiñándolas cerca de mi pecho en un intento desesperado
porque no perecieran en el olvido. La tinta del bote se había derramado por el
piso tiñéndolo de negro manchando más allá de mi dolor.
Cogí yo la pluma de mi padre, que
aún sonaba amenazante entre sus puños antes de golpear mi rostro y destrozar
mis sueños. Entre mis manos manchadas de lágrimas azabaches, aquello parecía
una espada infernal. Con fuerza la tiré contra el suelo en un intento
desesperado por deshacerme de esta maldición que desde siempre me había
acompañado, maldita estaba yo por las palabras.
Fue entonces cuando reparé en el
viejo arcón que había pertenecido a mi hermano muerto en batalla, que mi
progenitor, Don Alberto Pérez de Andrade, atesoraba como una venganza contra el
cruel destino que se lo había arrebatado.
La idea fluyó en un impulso
ensordecedor.
Me quité con fiereza la ropa y la
tiré al suelo con violencia, cogí yo la saya blanca y rompiéndola en jirones la
fui enrollando a mis senos desnudos apretando hasta quedarme sin aliento, acomodé
a mi cuerpo los bombachos con las calzas, camisa y botas propiedad de mi
hermano. Agarré yo la espada con decisión y sin vacilar amputé mi cabello
enrollado en una larga trenza dejándolo a la altura de los hombros sujetándolo luego
con un lazo de seda negra.
El chambergo de galones y plumas rojas
me quedaba grande, pero eso ayudaba a tapar mis facciones de moza que yacían ya
carentes de todo artificio embellecedor.
Huí de mi hogar y de mi patria
como un vulgar bellaco, entregándome a la mentira de una identidad robada.
Tosté mi piel al sol para
quitarle toda su delicadeza y estudié el arte de la espada para volver más
fuerte mi cuerpo.
Y así, con coraza de varón
conseguí la libertad para que mis palabras fueran conocidas por las gentes,
escritos que jamás llevarán mi nombre, intentando olvidar día tras día mi
esencia amputada de mujer, destinada por mandato divino a la cruel cárcel del
hogar.