viernes, 18 de mayo de 2012

Rabia

Cuando la gente pasa por las calles mientras la lluvia cae, todo parece adquirir una cadencia inconclusa. Hay veces que me esfuerzo pero sigo sin sentir esa humedad. He estado tanto tiempo encerrada en mi mente que por veces pierdo todo contacto con la humanidad.

A decir verdad, me importa un bledo.

Hoy es mi última misión, no tengo ningún plan trazado, siempre carezco de ellos, solo me sirven para equivocarme todavía más y acabar por mandar todo a la mierda. Así me veo caminando por esas calles mojadas, concurridas por miles de gentes, me desplazo rápidamente, el trasiego y caos diario puede ser más mortífero que la noche. Cuando te adentras en la calle acabas perdido en la marea de los desconocidos y en ella un disparo solo significa la indiferencia. A nadie le importa la víctima ni nadie ve nunca al asesino.

Mi destino de hoy parece sencillo, disparar siempre es sencillo cuando te acostumbras al peso del arma, luego es cuestión de calcular distancias. Me meto por uno de los callejones que lleva hasta el barrio exclusivo, huele a rata. Aquí es donde vienen los niños de mamá a mear en sus noches de borrachera. La orina es nauseabunda en todos los seres humanos, pero la de los ricos tiene un olor dulzón que me da arcadas.

Siento como el pelo se me apelmaza en la coronilla a medida que me acerco a mi objetivo, es gordo, como casi todos, el buen caviar sí que sabe como inflar a los cerdos.
Empecé a odiar a los ricos cuando ellos me dejaron sin casa, fue en el año del fin del mundo. El hombre siempre inventa fines catastróficos porque le gusta estar acojonado. Yo solo recuerdo el llanto incesante de mi madre y ver a mis hermanos pasando hambre tirados en una cuneta bajo el sol abrasador del verano. Yo también desee que terminara el mundo, pero el 2.013 vino más mortífero que nunca, muchísima gente se moría de hambre en las cunetas mientras los banqueros seguían inflándose a caviar, celebrando sus jubilaciones millonarias espetándoselas al pueblo en la cara con cada portada de periódico. Ver el rostro desesperado de la gente intentando beberse la gasolina del asfalto, amontonados en las aceras viendo a un cielo chamuscado por el humo, buscando las sombras de los edificios y el refugio de los basureros, era insoportable.

Mi primera misión fue un auténtico pez gordo. Los medios de comunicación se escandalizaron por aquella atrocidad y difundieron su funeral obligando a la humanidad a llorar por ello. Cuando mi hermanita de 4 años murió con el vientre hinchado de necesidad a nadie le importó. Por eso, cuanto más anunciaban, cuanto más se lamentaban en televisión más fuerte era nuestra carcajada y la idea comenzó a crecer porque podíamos hacerla realidad.

Si era verdad que el mundo se dirigía por una selecta élite, unos pocos que eran los dueños de todo… ¿Qué pasaría si ellos desparecieran?

Al principio la esperanza nos inundó, y a cada muerte veíamos un destino mejor, lleno de paz, sin crisis, sin hambre.

Mientras cojo el arma, y la bala sale introduciéndose enseguida en el cráneo de mi victima, me doy cuenta de que nada ha cambiado. La gente sigue pasando hambre, la gente sigue sufriendo, la gente sigue codiciando.

Todos comienzan a gritar y la lluvia cae con más fuerza. Guardo el arma y salgo corriendo, aunque sé que no me servirá de nada. Noto un leve pinchazo en el pecho y mi cuerpo toca la húmeda acera. Humedad. Una humedad cálida que me sale del corazón.

Hoy es mi última misión, lo sabía. Si matara a pobres a nadie le importaría, ni nadie vería al asesino. Pero con los ricos es diferente y ahora me doy cuenta que siempre lo ha sido. Y cuando los pobres dejen de serlo para convertirse en ricos, volverán a morir pobres y se volverá a llorar por los ricos.

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