martes, 29 de mayo de 2012

El rugido del pasado


Todo está envuelto en la más absoluta oscuridad, enciendo la linterna y sigo adelante. Al poco rato tropiezo con algo y mi rostro bate con fuerza contra el suelo. Enseguida noto un líquido cálido resbalándome por las comisuras de los labios, me echo la mano a la boca e ilumino unos dedos manchados de un carmesí negruzco.

Me levanto a duras penas y veo una gran piedra detrás, de seguro la causante de mi tropiezo, maldigo por lo bajo y prosigo con mi andanza. Al rato me sale una bandada de asquerosas ratas voladoras que levantan un ruido ensordecedor rompiendo el silencio de la estancia, me sacudo y sigo.

Allí están, intactas.

Todavía me envolvía el suave velo de la inocencia cuando las había visto por primera vez, y ahora vuelvo a sentir lo mismo, ese rugido del pasado hablándome desde la piedra.

A mis espaldas vienen cuatro hombres, uno es mi padre, los otros unos expertos que vienen de Francia. Sé que volverán a reírse de él, que volverán a decirle que es un farsante y un mentiroso, sus egocéntricas miradas de sabios no son capaces de soñar, no pueden ver más allá de la pomposa berborrea memorizada durante años. Sus almas, envueltas en la soberbia del que se llama “científico” sin serlo, no se abren a la llamada.

Ocurre lo que ya sabía y veo como mi padre se hunde más, a través de la luz sus ojos se van envolviendo el una opacidad plagada de tristeza mientras la charlatanería con acento dulzón se va endureciendo.
Doy la espalda, creo que ni mi presencia, lo único que parece que le queda a mi padre, le va a consolar y allí me encuentro con ellas nuevamente.

Me acerco a la piedra y a la luz de la linterna las figuras cobran vida. De repente explota una manada de rudos bisontes y siento como patean con furia las paredes de la caverna levantando mareas de tierra a sus espaldas, el atronador rugido de las panteras adentrándose en la penumbra entre las sombras manos ancestrales alzándose en el tiempo en la búsqueda de una eternidad.

Mi padre me hace un gesto para que regrese, las sombras ya comienzan a devorar la silueta de los franceses en su camino de retorno al aire libre. Veo como mi padre se levanta y los sigue cabizbajo, ojeroso. Su salud se quiebra con cada rechazo y a cada segundo parece envejecer cien años.

Siento como la sangre se seca alrededor de mi boca, en mis manos el rojo da paso a un ocre envejecido como el de aquellas paredes, alzo por última vez la vista para contemplar nuevamente aquellas manos de unos hombre que vivieron hace miles de años, y a pesar del tiempo siento como su alma me pide acercarme y rozar mis manos con las suyas, mi sangre con la suya para descubrir que existe un vínculo entre nosotros más allá de todo.

Me adentro de nuevo en la oscuridad dejando aquel mundo atrás, esperando a que otros hombres puedan volver a soñarlo.

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