Todo está envuelto en la más
absoluta oscuridad, enciendo la linterna y sigo adelante. Al poco rato tropiezo
con algo y mi rostro bate con fuerza contra el suelo. Enseguida noto un líquido
cálido resbalándome por las comisuras de los labios, me echo la mano a la boca
e ilumino unos dedos manchados de un carmesí negruzco.
Me levanto a duras penas y veo
una gran piedra detrás, de seguro la causante de mi tropiezo, maldigo por lo
bajo y prosigo con mi andanza. Al rato me sale una bandada de asquerosas ratas
voladoras que levantan un ruido ensordecedor rompiendo el silencio de la
estancia, me sacudo y sigo.
Allí están, intactas.
Todavía me envolvía el suave velo
de la inocencia cuando las había visto por primera vez, y ahora vuelvo a sentir
lo mismo, ese rugido del pasado hablándome desde la piedra.
A mis espaldas vienen cuatro hombres,
uno es mi padre, los otros unos expertos que vienen de Francia. Sé que volverán
a reírse de él, que volverán a decirle que es un farsante y un mentiroso, sus
egocéntricas miradas de sabios no son capaces de soñar, no pueden ver más allá
de la pomposa berborrea memorizada durante años. Sus almas, envueltas en la
soberbia del que se llama “científico” sin serlo, no se abren a la llamada.
Ocurre lo que ya sabía y veo como
mi padre se hunde más, a través de la luz sus ojos se van envolviendo el una
opacidad plagada de tristeza mientras la charlatanería con acento dulzón se va
endureciendo.
Doy la espalda, creo que ni mi
presencia, lo único que parece que le queda a mi padre, le va a consolar y allí
me encuentro con ellas nuevamente.
Me acerco a la piedra y a la luz
de la linterna las figuras cobran vida. De repente explota una manada de rudos
bisontes y siento como patean con furia las paredes de la caverna levantando
mareas de tierra a sus espaldas, el atronador rugido de las panteras adentrándose
en la penumbra entre las sombras manos ancestrales alzándose en el tiempo en la
búsqueda de una eternidad.
Mi padre me hace un gesto para
que regrese, las sombras ya comienzan a devorar la silueta de los franceses en
su camino de retorno al aire libre. Veo como mi padre se levanta y los sigue
cabizbajo, ojeroso. Su salud se quiebra con cada rechazo y a cada segundo
parece envejecer cien años.
Siento como la sangre se seca
alrededor de mi boca, en mis manos el rojo da paso a un ocre envejecido como el
de aquellas paredes, alzo por última vez la vista para contemplar nuevamente
aquellas manos de unos hombre que vivieron hace miles de años, y a pesar del
tiempo siento como su alma me pide acercarme y rozar mis manos con las suyas,
mi sangre con la suya para descubrir que existe un vínculo entre nosotros más
allá de todo.
Me adentro de nuevo en la
oscuridad dejando aquel mundo atrás, esperando a que otros hombres puedan
volver a soñarlo.
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