El cielo brillaba
por primera vez en la ciudad de Abrish, el humo de las bombas se había
desvanecido y el horror no había hecho más que empezar. Miles de cuerpos
sangrantes se agolpaban inertes formando una dantesca masa que se perdía en
cada calle. Alguno de esos cuerpos había conseguido levantarse a duras penas,
confundidos y desorientados vagaban sin rumbo. Entre ellos Héctor, al que la
suerte le había brindado una vez más el poder de la supervivencia. Sus pies se
enredaban entre el amasijo de miembros desechos y cada vez que tropezaba le
costaba más volver a alzarse sin deseando poder deshacerse con aquellos
cuerpos. Su alma se había vuelto insípida con tanto dolor y se odiaba a sí
mismo por que su cochina suerte le permitiera seguir vivo.
Durante horas,
los pocos supervivientes buscaban desesperados a sus familiares entre la marea
sin resultado, y los llantos eran cada vez más silenciosos. Poco importaba ya
todo, el desastre de la guerra en vez de esperanza solo había traído muerte. Y
para Héctor un infierno indescriptible.
Su mente comenzó
a recorrer los acontecimientos del último año, como intentando abrazar ese
pasado en el que todavía existía algo. Por aquel entonces, él era otro futuro
héroe, buscaba escribir su nombre a fuego en la historia para ser recordado por
siempre. No era un soldado, su cuerpo no había sido creado para la batalla, pero
con su mente había conseguido hacerse un hueco en el grupo de investigación del
ejército, donde comenzó a despuntar desde el primer día. A parte de ser un gran
estratega, tenía un don especial para las trampas y no era para menos, desde
que tenía uso de razón gustaba de ir con su hermano mayor al bosque y no había
día que dejaran de traer carne fresca a casa.
No le cabía duda
alguna que aquello que había propagado la maldición de la parca de forma tan
dantesca era una de ellas. Aquellas trampas que al principio había utilizado
para cazar pequeñas ardillas y animalejos, ahora se dedicaban a robar vidas.
Porque una bomba normal no podía causar tanto daño, una bomba normal no podía
aniquilar de esa manera a una ciudad que lideraba los frentes de guerra.
-Estábamos a
punto de ganar la contienda – Pensó- ¿Cómo es posible que el enemigo conociera
esto?
Veía como alguno de los facultativos supervivientes
salían de un hospital derrumbado e
intentaba ayudar a las víctimas, cerca suya, una niña alzaba su mano
carmesí en busca de ayuda para poder levantarse por última vez. Otros
supervivientes intentaban reanimar a los moribundos cuyos estertores se hacían
cada vez más silenciosos, pero Héctor se quedó paralizado viendo aquel retrato
bélico sin saber que hacer, confundido.
Sólo había dos
personas en el mundo que conocieran su secreto, su hermano y ella.
La había
conocido años atrás en la universidad, era una joven de una belleza y talentos
increíbles, todo el mundo sabía de ella, pues sus logros desde bien iniciada la
carrera habían acaparado la atención de los más elevados intelectuales en la
materia. Para él era simplemente alguien inalcanzable. Fue durante aquel año
como investigador para la guerra cuando los unieron en un trabajo común, la
destrucción del enemigo.
Poco de él podría atraer a una mujer, pero sin
saber como, ella acabó cayendo en sus brazos y pudo disfrutar de su amor corto
y trágico en aquellos duros meses de guerra, donde a parte de la alcoba
compartían secretos de la investigación, entre ellos los terroríficos inventos
de Héctor. Pero tras su misteriosa desaparición todo se había hundido y a pesar
de sus grandes éxitos en la guerra que hacían que la victoria de los rebeldes
fuera un simple trámite burocrático, él ya no quería que lo tratasen como un
héroe, no quería ser un ganador en nada, él solo quería ahogarse en su pena.
Desde la lejanía
observaba cómo los aviones enemigos se aproximaban para tomar lo que les
pertenecida, una vez caída la capital no había vuelta a atrás, los rebeldes se
irían debilitando hasta perder finalmente la guerra. Cuanto más cerca estaban
más vacío sentía y más deseaba la muerte.
Un fuerte
remolino de aire lo tiró al suelo donde no hizo nada por levantarse, una gran
sombra le tapaba la luz del sol, era un cuerpo metálico, no cabía duda que una
nave enemiga se situaba justo encima de él y la corriente de aire que
desprendía lo pegaba al suelo. De repente vio como algo se desprendía de la
nave y giraba al ritmo del viento para caer con un ruido seco muy cerca de él.
No quiso hacerle caso, ojalá fuera una maldita pieza y la nave echara a arder,
pero no era nada metálico, no brillaba a la luz del sol, más bien parecía
desprender un líquido negruzco. No tardo en distinguir aquella amada cabellera
teñida ahora de ocre, o los que fueran tan apetitosos labios que dibujaban una
siniestra mueca de dolor, o aquellos hermosos ojos azules que parecían ver el
infierno. Quería levantarse pero su cuerpo se quedó petrificado bajo un aluvión
de espasmos que como las llamas de su trampa iban carcomiéndolo por dentro.
La nave fue
descendiendo poco a poco hasta alcanzar tierra, y no distinguió a la figura que
salía de ella y cogía la cabeza del suelo hasta que escuchó su voz.
-¡Hola Héctor! –
La sonrisa de su hermano brillaba muchísimo más que cualquier sol. – Se que la
echabas de menos, así que te la traje. No es para menos, la tía follaba de
miedo. Estás hecho un toro hermanito.
Héctor no
respondió, no sabía si la sensación que lo invadía era pena, rabia, impotencia
u odio.
- No me mires
así. Mis superiores no querían que viniera, pero quería darte las gracias.
Gracias a tu putita la guerra es nuestra.
Desearía poder haber echo
cualquier otra cosa, tal vez asesinar a su propio hermano, abrazar la cabeza de
su amada o suplicar la muerte. Pero sin hacer caso a nada, se levanto
lentamente, intentando permanecer de pie el máximo tiempo posible y dándole la
espalda a su hermano que reía y vociferaba para captar su atención, y se acercó
a la niña que levantaba suplicante su bracito.
-Eres un mierda Héctor, un
maldito cobarde.
Era la serenata que emanaba una y
otra vez de la boca de su hermano mientras él cogía muy despacio la manita de
la niña que en medio de dolor le dedicaba una sonrisa. La cogía en brazos y la
arrullaba mientras comenzaba una cuenta atrás, siempre lo habían tranquilizado
los números, pero esta no era una cuenta cualquiera.
- 40… 39… 38… 37… 36…
Su hermano seguía vociferando pero
el lo único que escuchaba era el débil latido del corazón de la niña que poco a
poco se iba apagando, hasta los números parecían disiparse en el espacio como
si una ligera brisa se hubiese levantado de repente de la nada.
- 15… 14… 13… 12… 11…
¿Cuándo había empezado aquella
costumbre de contar? Intentó evocarlo y un aluvión de recuerdos en el bosque
impregnó su mente, sí ya lo recordaba, como poder olvidarlo.
- 10… 9…. 8…7
Aquella interminable espera hasta
que algún animalillo caía en una de sus trampas. Contar lo tranquilizaba, era
como si esa espera dejara de existir. Por eso, todas sus trampas tenían una
cuenta, una cuenta atrás por su puesto, y esta no podía ser menos.
-6…5…4…
La brisa se hacía más fuerte y en
nada terminaría por fin con todo, con aquel horrible ser que dejaba morir a
inocentes y se alegraba de la destrucción que causaba. El hombre.
-3…2…1...
El corazón de la niña se paró y
Héctor le cerró los ojos antes que su última trampa lo devorase todo.