Ante ellos se
hallaba la figura de un hombre de más de dos metros de altura. Aparentemente
parecía una persona normal, se movía con fluidez y les dirigía una amplia
sonrisa a sus invitados. Sin embargo había algo en sus ojos que enseguida hizo
que Allan se pusiera en guardia con todos los pelos de la nuca erizados.
-Pasad, hay alguien
que os está aguardando. – Sonrió mientras se daba la vuelta y se internaba de
nuevo en la luz.
La joven comenzó a
seguirlo sin oponer resistencia, pero Allan se quedó en el sitio sin mover un solo centímetro de
su cuerpo. Su fuero interno le gritaba que se quedara en allí, sin moverse. Había
algo en aquella mirada que lo había desconcertado de tal manera que no daba
ninguna tregua a la confianza.
-¿Qué pasa ahora? –
Se giró malhumorada la joven.
-Hay algo de ese
hombre que no me gusta en absoluto.
-¿Acaso hay algo que
te guste? – Preguntó ella, esta vez con un marcado gesto de fastidio. -¿Sabes
lo que pienso? Qué eres un gallina. – Allan compuso una marcada mueca de
desacuerdo. – Pero quítale importancia hombre, eres todavía un niño, no es
extraño que los niños tengan miedo, sobre todo después de ver a un tipo tan
grandote como ese.
-¡Yo no le temo a
nada! Soy un pirata, un fiero bandido, me tendrían que temer a mí. – La cara de
Allan se descompuso en un océano encarnado y su pecho se hinchó como un globo.
– Además, no soy un niño, el capitán…
-¡No me hables de
ese demonio inmundo! – Rugió la joven agarrando al muchacho por el cuello. – ¿Sabes
qué? Que me importas una mierda. Quédate ahí si quieres niñato. Ojalá te
fulminen, a ver si así dejas de dar el coñazo. ¡Me tienes harta!
Lo soltó con un
empujón brusco y se adentró en la luz. Allan, siendo fiel a su tozudez se quedó
clavado en el sitio con los brazos cruzados y el ceño fruncido.
-A mí no me manda
ninguna mujer. – Rezongaba con palabras que se mezclaban en una cantinela
infinita.- Soy un pirata. ¡Ja! Una mujer dominándome a mí. ¿Quién se creé? ¿Mi
madre? Le daré su merecido… maldita… -
En medio de ese eterno refunfuño, comenzaron a sentirse pasos y luces de
múltiples colores que se colaban por el túnel. Una cacofonía que se acercaba con aire amenazante. Delante
de él, la luz por la que ya se habían perdido la joven y aquel extraño gigante
comenzaba a extinguirse dejando nuevamente paso a la oscuridad.
Sin pensárselo dos
veces y tragándose una vez más su orgullo, Allan se introdujo en lo poco que
quedaba de aquella luz. Cuando echó por última vez la vista atrás, vio como en
medio de la oscuridad comenzaban a aparecer una serie de monstruos metálicos que
miraban furiosos hacia él apuntándolo con aquellas extrañas luces multicolores.
-¡Has decidido
venir! – Delante de él la muchacha sonreía con una mueca sarcástica.
Los envolvían unas
paredes azul cian muy suaves que daban un cierto aire de quietud. Entre ellas,
asomaban pequeñas nubecillas de vapor que se movían a su antojo, sin necesidad
de viento, como si contuvieran una inteligencia propia. Se acercaban a ellos,
los rozaban, y luego se alejaban profiriendo un ruidillo casi inaudible, como
si se rieran por una broma. El suelo era de un intenso mármol blanco sin ninguna
mancha, ni fisura, nada. Era la pureza echa piso. Y a su alrededor los
envolvían inmensas columnas con motivos de flores multicolores que se perdían
en un techo inexpugnable, que simplemente se confundía con el azul de la
estancia.
Allan estaba
boquiabierto, la muchacha sin embargo, intentaba no perder de vista a aquel
hombretón enorme que caminaba a una cierta distancia, guiándoles en aquel mundo
inexpugnable. De repente, una figurilla alada se acercó a ellos juguetona. Era
un ser muy chiquito, del tamaño de la mano de Allan. Estaba coronado con una
aureola dorada que envolvía un remolino de rizos. Estos, encuadraban la cara de un bebé risueño y cantarín. Le seguía un
cuerpecillo plagado de blancas ronchas que lo convertían a todas luces en un
ser plagado de una inmensa dulzura.
-¡Estamos en el
cielo!- Comenzó a gritar Allan.
Continuará...
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